Poco a poco, este blog ha ido creando vida propia. Me empuja y me orienta cuando estoy perdida, me susurra palabras al oído y me llena el corazón de sentimientos compartidos. Nació del boceto de un proyecto sencillo y humilde sigue siendo, en eso no ha cambiado pero, el camino se ha llenado de musas y de liras... ¿quieres vivirlo conmigo?

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miércoles, 27 de mayo de 2009

Encarnita.

"Encarnita"


La cara oscura, las manos negras, el pelo recortado y pringoso por el sudor del esfuerzo. Miguel salió de las profundidades de su monotonía con los ojos tristes. Al dejar descubierta su cabeza, el cerco del casco se quedó marcado sobre su frente de hombre endurecido por la propia vida. El aire fresco le devolvió la libertad.
Concluida su jornada laboral y con el sacrificio marcado en los huesos, iba de vuelta a casa con la cabeza baja y la mirada puesta en sus botas, pero satisfecho por haber vencido en su lucha diaria. Liberado del miedo a quedar sepultado volvía a casa con la bolsa sin comida y el corazón con amargura. La resignación tatuada en la piel y el consuelo de haber superado una vez más el peligro de perder la vida, no era suficiente para hacerle olvidar que al día siguiente, tendría que volver a respirar bajo metros y metros de tierra dura.
Al acabar el turno, los hombres se reunían en un pequeño local que hacía las veces de bar. Allí desfogaban sus temores camuflados entre bromas, chistes y carcajadas. Pocos eran los que querían comentar los incidentes de la jornada, porque pocos eran los que se sentían lejos del miedo.
Miguel se sentó entre dos compañeros frente a la barra. El taburete se movía con peligrosa amenaza.
- ¡Te vas a caer al suelo!- le dijo un hombre, con ademanes exageradamente alegres.
- No importa. Si me rompo un brazo, me darán de baja.
Gonzalo, amigo de Miguel desde la infancia, tenía también la cara sucia, pero a través de la mugre podía verse un gesto de preocupación.
- ¿Por qué no callarán de una vez?- se quejó.
- Bueno, yo me conformo si no chillan tanto- dijo Miguel y, mientras lo decía, se giró hacia su amigo al que en otras ocasiones, no le había molestado el jolgorio de los compañeros sino más bien, se había contagiado de él.
Lo miró con disimulo, aunque sabía que Gonzalo no se daría cuenta de la observación y vio sus manos grandes, con las uñas rotas y sucias. Contempló sus ojos verdes vacíos de ilusiones y de esperanzas. Tenían cuarenta y seis años, tres hijos cada uno, una casa a medio pagar y cuatro muebles heredados de viejos familiares. Gonzalo tenía además un coche nuevo y, ninguno de los dos, sabían de viajes y diversiones.
-¡Levanta el ánimo, caramba!- le dijo Miguel.
Gonzalo le contestó con pereza, arrastrando las palabras sobre su dolor, pero mucho tiempo después, cuando Miguel ya no esperaba respuesta.
- No puedo. No puedo quitármelo de la cabeza.
- ¿No pondrás la misma cara cuando estás en casa, verdad?- le preguntó Miguel preocupado.
- ¡Pues claro que no, hombre! Sólo me faltaba que se diera cuenta.
Se quedaron pensativos durante unos momentos y después, entre el barullo que llenaba el lugar se oyó la voz de Juan, que hasta aquél momento se había mantenido en silencio.
- Pues yo creo, que deberías decírselo.
- ¡No!- fue la respuesta, rotunda, de Gonzalo.
- No chilles- le dijo Miguel, apenas con un hilo de voz.
De nuevo se quedaron callados y envueltos en sus pensamientos, como los envolvía el calor del pequeño bar y los vasos de vino que tenían delante.
La noche todavía inundaba el día. Alguien miró el reloj que había junto a la puerta y avisó a la concurrencia de lo tarde que era. Pero los tres amigos siguieron inmóviles, intentando averiguar en que punto, los dibujos de los azulejos de la pared rompían su simetría. Con la mirada al frente cada uno de ellos simulaba estar como de costumbre, no dejando salir al exterior todo lo que les estaba moliendo por dentro.
Juan rompió de nuevo el silencio.
- No puedes pasar esto tú sólo. Por mucho que nosotros queramos ayudarte no es suficiente, Gonzalo.
- Juan tiene razón- dijo Miguel, aún con la mirada puesta al frente -. Además, Inés tiene derecho a saber de tu vida, ¿no?
El hombre, acorralado por sus amigos ante una actitud que no compartían, se levantó del taburete y se puso el tabardo. Unos minutos más tarde, los tres salían del bar.
Cuando Miguel llegó a casa le esperaba el desayuno sobre la mesa y sus hijos se preparaban para ir al colegio. Abrió la puerta del pasillo y oyó a su mujer dándoles prisa porque ya era muy tarde. Le hubiera gustado poder contarle lo mal que se encontraba. Quería explicarle el dolor que sentía. Necesitaba liberarse del secreto para no tener que ocultar sus lágrimas y gritar desde un cerro, hasta no sentir en el estómago el vacío que tenía. Pero no dijo nada y se metió en el cuarto de baño; abrió el grifo y empezó a desnudarse. Aurora, con el mismo cariño que repartía en todo momento y en cada lugar, abrió la puerta buscando los labios de su marido. Dos bocas se unieron conjugando dolor, amor y secreto. Pasada una hora, después de la ducha y el desayuno, Miguel se había acostado en su cama que olía a limpio y esperaba, notando la soledad, que su mujer volviera de acompañar a los niños a la parada del autobús.
“Esta vida dura y cruel no me da respiro entre una y otra cosa”, se dijo. “Las tres cuartas partes son penas y el resto, tristezas” Miguel trató de encontrar dias felices en su vida y sólo encontró tres: los dias en que nacieron sus hijos. “Tal vez sea por la suerte que, a veces, se separa de las personas cuando nacen”, pensó.
Era difícil a dormir de dia. Cuando Aurora abrió la puerta apenas hizo ruido. Cerró con el mismo cuidado y fue a ver a su marido. Lo miró y sus ojos se llenaron de ternura mientras dejaba caer su cuerpo sobre un sillón de color burdeos. Si Miguel tenía turno de noche ella no podía descansar pues lo añoraba mucho. Se acurrucó, buscando una postura cómoda y puso la cabeza sobre un primoroso cojín, hecho por ella misma. “No dormiré pero descansaré”, se dijo. Miguel, respiraba tranquilo. Todo quedó en silencio y el fantasma de los miedos parecía estar muy lejos de allí hasta que, un desgarro de hombre dolorido, rompió la plácida armonía.
- Aurora, Gonzalo se está muriendo- dijo el hombre que parecía dormido, deshaciendo con sus palabras recias, la ilusión de una normal apariencia.
Su mujer se sobresaltó, no entendiendo lo que oía.
- Pensaba que estabas dormido- le dijo.
- Ya no puedo ocultarlo más, Aurora- sollozó Miguel.
- ¿Qué has dicho de Gonzalo?, no he oído bien.
- Le quedan unos pocos meses de vida.
Todo lo que antes había parecido silencio, no era nada comparado con aquello que surgió de pronto. La ausencia de sonidos se había convertido en un muro consistente alrededor de ellos, de sus cuerpos, de su alcoba y de su casa entera, del edificio, de la calle y del pueblo. El mundo era todo él una burbuja silenciosa que no apaciguaba el sonido de las lágrimas al caer hacia dentro, chocando con los sentimientos. Más tarde, al conseguir que el llanto fluyera por sus cauces normales, poco a poco sus sentidos empezaron a notar de nuevo el cotidiano ajetreo de la calle y de sus gentes. Seres que, en ese momento, vivían ajenos a otras personas que se estaban muriendo, mientras no dejaban de aburrirse por el desencanto de sus propios lamentos.
Miguel empezó a contárselo todo con esfuerzo y con una congoja muy grande oprimiéndole la garganta. Le contó que Inés no sabía nada y que Gonzalo no se lo quería decir. Y así estuvo, hablando, hasta que su corazón se rindió y sus ojos se cerraron, llegando hasta él un reconfortante sosiego.
Cuatro horas más tarde el olor a comida que llenaba la alcoba hizo que Miguel se levantara de la cama a pesar de sentirse todavía, muy cansado. Las dos personas se miraron en silencio. No queriendo hablar de Gonzalo, ocuparon cada minuto con temas menores.
Cuando llegó la hora, Aurora preparó la bolsa de su marido con comida y ropa limpia y minutos después le dijo adiós. Esperó en la ventana para verlo marchar y no se movió hasta que Miguel desapareció a lo lejos, mezclándose con el resto de hombres que llevaban la misma dirección que él.
Miguel bajó con sus compañeros hasta las entrañas de la tierra. Una jornada más junto a sus amigos, vecinos, conocidos, pensando en Gonzalo. Quería protegerlo de cualquier peligro y le gastaba bromas para animar su tristeza. Las horas pasaban cuando, de repente, una estruendosa bocina, una sirena advirtiendo a muerte y cúmulo de mil sirenas de fábricas, bomberos, ambulancias y policías, removió el suelo de todos los hogares como si de un terremoto se tratara. Y en realidad el movimiento se había producido muy cerca de Gonzalo y Miguel. Sólo un pequeño error lo había provocado, muy pequeño, pero suficiente para que toneladas de mundo comenzaran a ceder. Gonzalo fue despedido con violencia por el empujón instintivo de Miguel y, al caer dos o tres metros más allá, se golpeó la cabeza con una piedra perdiendo el conocimiento. Mientras, la oscuridad seguía cayendo sobre su amigo, tapando sus brazos, su espalda, su cabeza. Implacable como un reloj de arena, el mundo iba ocultando hasta el último de sus cabellos negros.
Voces, gritos, lamentos, balbuceos, llantos desesperados. En la mina “Encarnita”, con sus galerías y su carbón, con su olor a pólvora, con su sabor a gas. Su interior una vez más rompía diamantes. Arriba, la oración por el marido, por el hermano, por el padre, por el hijo. Esperando no tener número en semejante lotería.
Aurora miraba sin ver nada. De la boca de la mina empezaron a salir conocidos que, al pasar junto a ella, se tapaban la cara sucia con sus sucias manos. Lo hacían para no dejar al aire sus lágrimas y ella lo supo. Comprendió que lo había perdido. A su compañero de viaje, al padre de sus hijos. De sus manos cayó un suspiro y la tierra lo recogió. Aurora deseó que lo llevara junto a él, junto a su hombre. Le suplicó, a la tierra, después de haberle quitado la vida, una muestra de compasión tardía haciéndole llegar a Miguel, el suspiro de dolor que se le había caído.
Al fin salió Gonzalo. Limpiándose los ojos con el brazo se acercó a su amiga, se abrazaron y lloró con ella sin poder componer una palabra sobre su hombro, sin saber explicar lo que sentía: Miguel le había salvado la vida. Se lo dijeron los compañeros mientras le ayudaban a recuperar el sentido. La explosión no había sido muy grande, sin embargo, fue suficiente para romperle la vida a un hombre. Y él debió ser ese hombre, pero el destino se olvidó de que Gonzalo tenía un amigo de su misma edad, con hijos como él, con una mujer esperando angustiada igual que la suya propia y, como él, con una casa que ahora, se quedaría vacía de su presencia.
Aurora no dijo nada. Se fue despacio en busca de sus hijos, pensando en la mejor forma de decirles que habían perdido a su padre. Mientras, allá abajo, el esfuerzo de otros hombres vivos y amargados hacían lo posible por sacar el cuerpo de Miguel lo antes posible de aquel lugar, porque sabían el miedo que Miguel le tenía y sobre todo, para apartarlo definitivamente de la oscuridad.
Gonzalo buscó a su mujer y rápidamente encontró sus ojos enrojecidos por la emoción. Ella estaba contenta a pesar de todo, respiraba con alivio y le sonreía pues, su hombre, se había salvado. Inés, ajena al secreto de su marido corrió a su encuentro. Gonzalo la abrazó contra su pecho sabiendo el dolor que le iba a provocar con sus palabras. A lo lejos vio cómo unos compañeros ponían el cuerpo de Miguel sobre el suelo con mucho cuidado y volvió su cara negra de carbón hacia las lágrimas de su mujer, esperó unos segundos y le dijo:
- Fíjate bien, ése no es sólo un amigo muerto por el que lloraremos muchas veces recordando sus bromas; es el hombre que me ha regalado unos meses de vida.

Queralt.
(1.997)

2 comentarios:

Diego dijo...

Hola Queralt

ya estoy aquí, un beso

Diego dijo...

Por cierto, una historia muy triste. El destino es muy cruel.

Un beso