Poco a poco, este blog ha ido creando vida propia. Me empuja y me orienta cuando estoy perdida, me susurra palabras al oído y me llena el corazón de sentimientos compartidos. Nació del boceto de un proyecto sencillo y humilde sigue siendo, en eso no ha cambiado pero, el camino se ha llenado de musas y de liras... ¿quieres vivirlo conmigo?

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viernes, 12 de junio de 2015

Nunca te pedí una estrella...




No la quiero… ¡llévatela! Nunca te pedí una estrella. No quiero ver su fulgor y su destello. Me duelen los sueños que chorrean de ella. Me molesta, que brille y que deslumbre…
No quiero la luna, tampoco la quiero. Me hiere su paz y su sosiego, mientras mis entrañas huelen a fuego.
No me hagas regalos, no los espero. Ni estrellas, ni lunas, ni un te quiero anhelado, ni el silencio como un tesoro… ni promesas, ni suspiros, ni miradas lánguidas cual amuleto.
Lo mío son cosas sencillas: la piel suave y las palabras bonitas, sosteniendo el engaño de los días vencidos; la risa contenida ante una tontería y las mariposas en la barriga.  Sólo eso.
Recupera tus días de vino y rosas, sin complejos, sin prejuicios. Busca, indaga, analiza, escudriña en tu oscuridad… y si encuentras un hilo de oro que te ayude a tejer un remordimiento, un ápice de gallardía, un arrepentimiento sincero, ponte al acecho del dolor ajeno para intentar comprenderlo.
Cuando lo entiendas, quizás aún tenga fuerzas para encontrar el camino de vuelta y para bañarme en las ilusiones compartidas y quizás, tan sólo entonces, convencida de tu verdad, pueda aceptar tus estrellas y tu luna.

Queralt Berga.

lunes, 15 de febrero de 2010

Doña Alegría...

Ilustración copiada en: Coso de Ilustradores.

“DOÑA ALEGRÍA”

Érase una vez una niña que andaba por los caminos. Llevaba en la mochila agua para resistir, calcetines limpios y los trocitos de pan que había encontrado por algún sitio.
El viaje ya era largo: cuarenta años menos algunos días.
En su caminar iba descubriendo al paso multitud de flores que alegraban sus ojos. Y, de vez en cuando, un árbol de raíces profundas la cobijaba en un suspiro. Las grandes ramas, tiernas para ella, la zarandeaban con alegría al despertar el día.

- ¡Buenos días, Alegría!– contestaba al aire aquella niña de cuarenta años menos unos días.

Las tardes eran especialmente brillantes. Sin importar la época del año, con frío o con calor las tardes eran especiales, porque encontraba en ellas la respuesta a todo lo que andaba buscando. Con su caída lánguida hacia la noche, con su promesa abierta hacia el día, con sus misterios esclarecidos detrás de cada sombra.
En la esplendorosa escena de una tarde despidiéndose, no hay un adiós lastimero, sino la fuerza de la vida que te impulsa a un nuevo día. Un día que será mejor y será distinto, que nos abrirá nuevas puertas, que nos enseñará nuevos mundos.
Y aquella niña grande, seguía andando por los caminos. Sola, pero no abandonada; sin compañía, pero con siglos de amor entre las huellas que iba dejando.
Cuando hundía las botas entre la nieve notaba el calor de la tierra. Cuando levantaba la pierna para dejar atrás un nuevo paso, oía el rumor de un futuro que la estaba esperando y mientras, miraba hacia delante con la visera puesta en el cogote, para no entorpecer lo que prometía el horizonte.
Las estrellas relucían sólo para ella y las piedras respiraban para decirle que los milagros existen. Al llegar a las encrucijadas, allí donde los caminos se cruzan sin indicar el destino, no sentía miedo al tomar partido porque, aunque se equivocara, siempre encontraría un amigo.

- Hola, compañero. Quiero llegar hasta allí donde no hace falta hablar– le explicaba aquella niña a un peregrino. Y esperaba respuesta.
- Vas por buen camino- contestaba él, sentado junto al surco que había dejado un carro antiguo.

La mochila pesaba en la espalda aunque era poco equipaje el que llevaba: tan sólo el cariño y la complicidad del solidario, que recorre sus pasos para encontrar el lugar donde no hace falta hablar, allí donde las personas se aman, sin más.
Sin embargo, el peso se hacía patente en el dolor y en cada ampolla que levantaba su piel.
“No importa. Llegaré”, se decía la niña de casi cuarenta años, recordando el mañana.
Cuando hundió la mirada en el barrizal descubrió que no era tan profundo como parecía. Y, una vez más, supo que no se asustaría al caer el día porque, al despedirlo, un nuevo mañana nacería. Después, quizás volaría con alas de fe y esperanza, con pies de aire, con ojos de águila coronada en las alturas.
Al dormir rendida por el movimiento de la ilusión, soñaba con idiomas que habría que descubrir para entablar conversación allí, en aquel lugar al que un día llegaría; idiomas de emoción y dedicación, lenguas muertas en apariencia. Resortes de un diálogo donde no hace falta decir nada, como una mirada del alma, como un gesto del corazón, como una frase no pronunciada.
Ése lugar existía y ella lo sabía. Y no habría rendición, así que…
Cuando al empezar el parto de la mañana nacía el sol y, aunque estuviese escondido, juguetón detrás de una nube, lo saludaba con alegría.

- ¡Buenos días, Alegría!

Y levantaba su mochila cada vez más pesada, aunque cada vez con menos pan y menos agua.
El camino la esperaba. La llamaba a través de los pétalos y de los ríos, que cruzaba de puntillas para no estropear su lecho mimosamente acomodado por una madre complacida.
De cuando en cuando, se regalaba una flor: la miraba con delicia, le hablaba muy bajito tumbada sobre la hierba y le pedía permiso para alzarla de su cama y cogerla entre sus dedos. Pero a veces sentía su lamento. Por eso, porque cada cosa debe estar en su sitio, se prometía no volver a hacerlo.
En otras ocasiones la propia flor la invitaba y ella, con infinito cuidado, rompía su tierno tallo.

- ¿Qué comes, linda Flor?
- Amor- le contestaba el tallo, todo él muy padrazo.

La niña de cuarenta años menos unos días, al escuchar la melodía, la engarzaba en su pecho, muy cerca del latido de su corazón.
Y así eran sus días en busca de ese lugar donde crecen los sueños, donde todo existe y nada es como conocemos. El lugar del silencioso jolgorio, de la callada algarabía; allí, donde no hace falta decir nada pues los sentimientos se transmiten por la piel y las miradas. Donde todos saben lo que tienes, donde la riqueza es la más grande y no tienes nada, porque todo es distinto, pues sólo se oye el alma.
De vez en cuando se encontraba con algún ser que no comprendía nada. Ella sonreía y buscaba el agua dentro de su mochila, después, se la ofrecía al apagado ser que nada entendía.

- ¿Qué haces por estos lares, Ser Humano?- le decía.
- Hace tiempo que me he perdido- contestaba el ser- ¿Cómo se llama este lugar?
- Se llama Vida, compañero. En el último cruce dejaste atrás el sendero del Ayer- y para terminar le preguntaba- ¿A dónde quieres ir?
- Voy en busca del Amor, que me ha dejado. Me han dicho que siguiera el camino de la Esperanza, ¿es éste acaso?
- Sin duda, amigo, así se llama- le contestó- Pero, para encontrar lo que buscas hay que atravesar este inconmensurable lugar llamado Vida. Siempre con cuidado claro, para no apartarte del camino…
- El de la Esperanza, me has dicho…

Después de un minuto pensativo preguntó de nuevo el ser humano, el que creía haberse perdido:

- ¿Y, cómo puedo saber que más adelante no me voy a equivocar?
- Hay una manera sencilla: oye lo que te dice el corazón y encontrarás la respuesta. Sabrás enseguida si debes elegir a izquierda, a derecha, o seguir de frente.
- Pero, a veces no oigo nada…

Así fue la respuesta del ser que creía no entender. Y ella ya lo sabía, porque a lo largo de casi cuarenta años, a veces, tampoco había conseguido oír nada. Posiblemente, a causa del ruido externo que la había confundido y de las palabras de los falsos amigos, que la habían empujado quizás, a equivocarse…
El camino siempre continuaba porque había que atravesar aquel lugar llamado Vida. Al otro lado, se encontraba el sitio que ella andaba buscando, donde no hace falta decir nada.
El compromiso sigue aunque la mochila pese. Mientras el frío caliente y el calor refresque, porque no estás donde pisas:
Vives donde sueñas…
Más allá de las colinas del desamor.


Queralt.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Mi forma de despedir el año: Gracias...


GRACIAS


La humedad relativa había erizado mi melena pija y al verme reflejada en los escaparates comprendí que, el perímetro de influencia de un paraguas, no era suficiente medida de contención para la caricatura de leona mal peinada en la que me había convertido.
Mis pies al andar, tocaban esa melodía impertinente que suena cuando una amenaza de diluvio universal, inunda tus zapatos. La onomatopeya de esta inundación se divide en dos partes, la que se repite y la que varía según la calidad del material que calzas. Y, cuando ya lleva un rato sonando, descubres que no te importa plantar la suela en el siguiente charco. Pero mi “ploff…gge” particular pasaba inadvertido, porque todos corrían buscando un rincón donde esconderse.
En la calle anterior a la boca del metro tuve que cerrar el paraguas. Miles de varillas confluían bajo cientos de tejidos multicolores, chocando entre ellas, pinchando aquí y allá y acertando de vez en cuando en un ojo. Para cuando entré en el vagón, la tela del paraguas se había secado en mi chaqueta y la funda había desaparecido; el pie izquierdo ayudado por el agua había hecho de horma e intentaba salir por el lateral del zapato; la nariz enrojecida y su moquillo acompañaban al estornudo; el bolso era una balsa y las medias eran parte de mi piel mojada. Estaba enfadada, cansada y me sentía ridícula. Una hora de puesta a punto antes de salir de casa para acabar con el rímel colgando. No quería mirar a nadie, todos me molestaban por el sólo hecho de estar a mi lado….
Unas estaciones más allá, el vagón se quedó casi vacío. Después de sentarme y desparramar todos mis bártulos, respiré muy hondo para tranquilizarme en la medida que pudiera. Llegaría con mucho retraso, pues aun quedaban más de veinte minutos de trayecto pero...
La puerta se abrió y entró un ser pequeño, con sombrero y gafas oscuras. Su bastón blanco rozaba el suelo desgastado y tropezaba en las barras de acero. Con el estilo impecable del que anda despacio sobre un alambre a diez metros de altura, cerró el bastón y se lo puso bajo el brazo, a continuación, sacó de una bolsa una especie de guitarra pequeña, redondita y abultada, puso la bolsa junto al bastón y desplegó los dedos sobre su pequeña compañera. Llevaba los zapatos casi rotos y una chaquetilla muy fina. La barba era negra y muy espesa, Me encontraba cerca de él así que, pude ver más allá de los cristales. Los ojos secos sonreían con ese gesto de la boca, típico de algunos ciegos.
“Gracias a la vida, que me ha dado tanto…
me ha dado el sonido y el abecedario…
……………………………………………………….
la ruta del alma, del que estoy amando…
……………………………………………………………..
me ha dado la marcha de mis pies cansados…
…………………………….montañas y llanos……..
Gracias a la vida que me ha dado tanto…
………………………………………………………….
Cuando miro el fruto del cerebro humano…
…………………………………………………………..
cuando miro al fondo de tus ojos claros…
Gracias a la vida..."

(03/11/03)


Queralt.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Bueno... se acaba el año...


MySpace Christmas Comments
Christmas Santa Hat
Comment


Feliz salida del 2009
Feliz entrada del 2010
Feliz cena...
Felices reencuentros...
Felices batallitas del abuelo...
Felices abrazos...
Felices recuerdos evocados...
Felicidades para envolver...
Felicidades para vivir...
Felicidades para soñar...
Felicidades para guardar...
Felicidades...
Tenemos motivos para ser felices...
Tenemos comida...
Tenemos agua para nuestra sed...
Tenemos ropa de abrigo...
Tenemos aspirina para nuestro dolor...
Tenemos calor para nuestro hogar...
Casi todos...
¡Feliz resaca!



Queralt.

domingo, 4 de octubre de 2009

Las Visitas...


LAS VISITAS
Las llaves entraron suavemente en la cerradura. Giré dos vueltas y la puerta se abrió, como era de esperar, sin contratiempos. Los anclajes sonaron fuerte, contundentes. Mientras, acallando el silencio, el eco recorría la escalera.
En la cocina dejé caer las bolsas contra el suelo. “Acabo de romper los huevos” me dije y seguramente era verdad, pero no me moví de la silla donde había sentado el culo. Con la espalda apoyada en la fría pared, observé el fregadero: vasos y cucharas, cuchillos, espátulas para la mantequilla, platos pequeños, tazas de café. Hasta arriba. Los manteles individuales amontonados, pringando de aceite y colgando por los bordes. La encimera cubierta de raspaduras negras, del pan quemado.
Despacio, aflojé los cordones de los botines y me los quité, dejándolos bajo la silla. El garraspeo de unas carruchas me llamó la atención. Las bolsas de la compra no se habían movido del sitio, pero no las vi cuando alcé los ojos para estrellarlos contra los cristales. La vecina tendía la ropa con los tacones puestos y los labios pintados, mientras una maraña de rizos esculpidos, camuflaba los auriculares que llevaba puestos. Cada vez que se agachaba a recoger ropa o la sacudía para colgarla de las cuerdas, sus brazos y su cara, con movimientos y gestos exagerados, escenificaban el ritmo de lo que estaba oyendo. Me cansé de seguir el compás de aquél concierto imaginario así que, trasladé todo el conjunto de mi esfuerzo hacia el cuarto de estar. Algo chocó y se retorció bajo mis pies cuando entré. Al levantar la persiana, vi en la sala a un elefante. Había tropezado con su enorme trompa y el pobre animal, asustado, ya no se movía. Me extrañó un poco encontrármelo allí pero, no pensé más en el tema y fui a sentarme junto a él, en el sofá; mirándolo, eso sí, un poco de lado y esperando una sonrisa o una explicación. Como él no hablaba y yo no quise forzarle, me acurruqué contra su barriga para dormir un rato. Me sentía cansada, muy, muy cansada. Y me preguntaba si las cosas tendrían sentido.
El sol seguía dando luz a raudales, pero no llegaba más allá del saloncito donde el elefante y yo fantaseábamos.
¡Joder! ¡Había que hacer las camas! Y limpiar el cuarto de baño. Y recoger los huevos del suelo. Y la comida. ¡La comida lo primero!
Mientras me rendía despacio, oí a lo lejos unos pequeños crujidos. Quizás el sofá no aguantara tanto peso pero, me sentía tan a gusto…
Nunca había tenido a un elefante tan cerca.
Queralt.

sábado, 11 de julio de 2009

Pisadas...


La vida siempre sigue y sigue... adelante, tozuda, con pie firme y ojo escrutador...
Pendiente de una debilidad, a la espera de un sinsabor, oteando el alma...
La vida siempre viene, ha llegado antes que tú, no hay que esperarla.
Analizando, cotejando y empujando.
Enseñando a golpes, escribiendo en las hojas de los robles.
Dando alegrías, las suyas, las que no esperas, las que a veces no deseas.
Hablando lenguas complicadas y otras, dando gritos.
La vida ya estaba preparada antes de que naciera el tiempo.
Tiene dedos largos e intensos que tocan la raíz de los sueños y la cara oculta de los tallos y de las flores.
Hoy, voy viviendo despacio sin saber cómo lo hago.
Mañana, tocarán a muerto las campanas al alba.
El mes que viene, quién sabe dónde descansarán mis blancos huesos.
Y, mientras la eternidad avanza, seguiré esperando las calificaciones de lo que hago, de lo que digo, de lo que soy... buscando el equilibrio entre el recuerdo de lo que fui y lo que necesito para volver a vivir.
A Núria, con más amor del que puedo administrar.
Queralt.

lunes, 29 de junio de 2009

Choque de Trenes.


Choque de Trenes


Un tren “muy rápido” salía a la hora prevista de su estación mientras que, otro tren “más rápido”, cumplía también su horario a golpe de silbato. Los dos trenes eran modernos y sus azafatas lucían ropas discretas y las mejores de las sonrisas para acoger a los viajeros con amabilidad, cortesía y eficiencia. El convoy “muy rápido” provenía del norte y el “más rápido” del sur. Los dos debían coincidir en la zona centro, a las diez en punto. De la noche, que es cuando todos los gatos son pardos, según el refrán…
Del Norte viajaba María, con varias maletas, bolsas llenas de regalos, pulseras en las muñecas y auriculares, oyendo música de los setenta. Zapatos con poco tacón, pantalones negros y una bonita blusa blanca con bodoques primorosos. Su pelo, recogido en una graciosa coleta con un pasador de concha. Un libro, un paquete de tabaco y una cajita de caramelos de limón, descansaban sobre el bolso negro que había dejado en el asiento de al lado. Miraba por la ventanilla mientras sonaba en sus oídos “Help”. Las luces empezaban a traer la noche. Faltaba poco para llegar, apenas hora y media.
Damián, por los pelos, consiguió subir al tren. Buscó su asiento en el vagón casi vacío, desplegó periódicos y revistas por los asientos y puso su única maleta en el compartimento destinado para ello. Antes de sentarse, oteó desde sus casi dos metros hasta encontrar el rótulo que indicaba el camino hacia la cafetería. Se sentó, cerró los ojos, respiró hondo y dejó que el calor que traía se aplacara. El sur quema. Llena las venas de calor y hace que la sangre hierva. Unos minutos fueron suficientes para refrescarle el aliento. Sin darse cuenta, se quedó dormido. Apenas un instante, pero le alivió el cansancio. Su mente no paraba nunca y eso, junto a las altas temperaturas, le agotaban, aunque nunca se lo dijo a nadie, jamás hablaba mucho de él y, si se veía forzado por cortesía a hacerlo, se limitaba a comentar cosas sin enjundia. Pretendía que su imagen fuera siempre de caballo vencedor y no se permitía dejar traslucir ni una pequeña debilidad.
Los kilómetros rodaban abriendo camino al tren.
Había pagado asiento de primera así que, se sentía cómodo y podía estirar sus largas piernas sin problemas. Cuando el revisor le pidió el billete, tuvo que buscarlo porque no sabía dónde lo había puesto. Por fin lo encontró y se lo dio con indiferencia. Las cosas que a él no le interesaban no eran importantes.
María dejó los auriculares sobre el asiento para ir al lavabo. Al salir, también ella mostró su billete y sin sentarse, cogió el paquete de tabaco y el bolso y se fue a la cafetería. Se tomó un café con leche, un Donuts y se fumó tranquilamente un cigarro. Otras personas fumaban junto a ella pero no miró a ninguna porque no le apetecía entablar conversación con nadie.
Las películas que proyectaban en ambos trenes, casualmente eran la misma. El protagonista era Kevin Costner. Los dos se la sabían de memoria, porque la habían visto juntos varias veces.
Tramo a tramo del raíl que venía del norte, se acercaba a buen ritmo al tren que subía del sur. Al pasar por un túnel, Damián recordó otros viajes con mejor suerte. Momentos especiales en los que pensó que, tal vez, pudiera existir de verdad el entendimiento y la felicidad. No era romántico, por supuesto, aunque sí algo sentimental, pero también se ocupaba de esconderlo. En aquél momento no podía decir que le alegrara el viaje, pero era inevitable de modo que, no le daba más vueltas y en paz.
Las nubes que se acumulan por efecto del calor, llenaban todo el cielo que veía a través de la ventanilla y, como las luces del vagón estaban encendidas, al bajar la mirada pudo observar el reflejo de unos niños que iban en el asiento de delante. Jugaban con una de esas maquinitas que ella no entendía. Los dos en silencio, ajenos a lo que les rodeaba y con toda su atención puesta en la pequeña pantalla que tenían entre las manos. María pensó que era triste ver cómo dos niños pequeños se mantenían quietos en sus asientos sin amenazas o riñas maternas. Sospechaba que el mundo no iba por buen camino. Más bien lo temía, pero ella no podía hacer nada, sólo quejarse y mantenerse alerta. Aunque no tenía muy claro de qué podía servir.
La noche había llegado antes que ellos a su destino. Ya no podían ver nada a través del cristal, a no ser que se acercaran poniendo las manos para evitar la luz interior. Una azafata del tren “más rápido”, la que él podía ver en aquél momento, era una morena andaluza que quitaba el hipo. Y cuando pasaba junto a él, le sonreía. Damián pensaba que era por su atractivo personal, pero la andaluza con blancos dientes, regalaba sonrisas porque le pagaban para ser amable con todo el mundo. Damián empezó a fantasear, pues era su condición más natural.
María se cansó de leer, de oír música, de salir a la cafetería a fumar… de ir al lavabo… tenía ganas de llegar y su inquietud le hacía preguntarse por qué. Tampoco ella le daba vueltas a según que cosas, y ésta, era una de ellas. “Lo que tenga que ser será” pensó.
Sin el sonido entrañable del tren antiguo, sin los incómodos bancos de madera que te marcaban la piel, sin el humo, sin el atolondramiento de un largo viaje, llegaron a la misma estación y a la misma hora. El “más rápido” acabó mirando al norte y el “muy rápido” al sur. Uno en el andén uno, el otro en el tres.
La gente revuelta entre paquetes y maletas, sentía urgencia por poner los pies en tierra. Ellos, no tenían prisa. Ya habían llegado, ya estaban allí, en el lugar del encuentro pero, con pocas ganas de ponerse cara a cara.
Los dos ofendidos, los dos dolidos, los dos cansados. Sin poder estar el uno sin el otro. Sin tener fuerzas para renunciar a lo que les fue bonito.
Cuando los vagones de sus respectivos trenes se vaciaron, encaminaron sus pasos hacia la puerta de salida. Ellos no lo sabían, pero la similitud de sus actos y sensaciones, les unía más de lo que pensaban.
La confianza se rompe a veces, y no sabemos cómo. El aburrimiento, hace que los dramas se desencadenen de una forma absurda. El orgullo empuja al despecho. La inseguridad nos lleva, muchas veces, a la incomprensión. El engaño, suele romper la verdad. La verdad, no puede existir con miedo. El miedo se cura con amor. Y las escaleras mecánicas, los llevó uno junto al otro casi al mismo compás. Silencio.
Al día siguiente, una explosión de reproches y malas palabras casi reventaron los diques de aguante. “¿Merece la pena todo esto?” Y lo pensaban los dos al mismo tiempo. Por unos minutos, estuvieron de acuerdo en la conclusión de su pelea… quisieron lo mismo. Y no dejaron de discutir.
María. Damián. Los dos. Quisieron que sus trenes volvieran a partir, cada uno a su lugar, uno al norte y el otro al sur. Dejando atrás el dolor, el cansancio, el aburrimiento, los reproches y la verdad.
Una vez más, el sentido común venció en la guerra de los mundos paralelos de Damián y María. De momento. ¿Y quién puede saber hasta cuándo? ¿Acaso alguien sabe dónde está la estación de la que saldrá el último tren? ¿Dónde, el último andén?
“Quizás, allí donde se esconde la última sonrisa, la última mirada de amor, se pueda recomponer la verdad que se rompió.”
Hasta en eso, fueron coincidentes sus pensamientos.

Queralt.

miércoles, 24 de junio de 2009

Noche de san Juan.


Noche de San Juan.


El momento que había soñado durante largos meses pugnaba por hacerse protagonista. Sus entrañas se retorcían como brasas de San Juan.
A pesar de la ilusión, le resultaba difícil aguantar el dolor que le partía los riñones por el centro. Pero no le arrebatarían la magia de aquella noche de fuego y luna.
Ojos desorbitados, sensaciones profundas y sentimientos de mujer distinta.
A las diez en punto, una fuerza arrogante acometía la lucha por abrir la puerta de una nueva dimensión. Otras mujeres sin duda antes y después, sufrirían el mismo desgarro de pasión por la vida pero, aquella noche, era suya. Nadie puede ofrecer mejor regalo al que viene a compartir destino:
Amor y magia.

“¡Adelante espíritu del aire!, emerge desde el punto del misterio más absoluto. Te espero. Aquí estoy, ofreciéndote el cálido chisporroteo de las hogueras paganas…
Siento tu llegada y recojo tus ansias aún escondidas detrás de mi piel…
Lamento el egoísmo que te empuja hacia la vida, acepto el compromiso y ofrezco mi dedicación incondicional.”

Los minutos pasaban con lentitud, doliendo cada segundo como siglos de tinieblas. Seguía mirando directamente al fuego con la cara enrojecida, mientras, sensuales figuras se dibujaban ante sus pupilas.
A las diez y media, apenas podía soportar el crujir de sus entrañas. Sofocos y tiritones le hacían temblar ante el ardor de las llamas.
San Juan, noche de conjuros, noche de fuego quemando viejos sueños, mientras lanzas al aire otros nuevos…
La noche de San Juan sería, una mágica porción de tiempo columpiándose en el espacio, con la que descubres el por qué de todos los milagros.

“¡Adelante ser indefinido! ¡Objeto del amor! ¡Regalo de la naturaleza! ¡Adivinanza del destino!”

Ondeando en el viento, su figura se perfilaba.
Abrió las piernas con desespero ante la dramática contienda.
Antes, fue un suspiro en el cielo y después, surgió como la primavera: he ahí el resultado del dorado sueño. Ojos llenos de lágrimas, sentidos a flor de piel…


“Lo lamento, querida niña, aquí estás, siendo éste tu principio del fin. No podré evitar la soledad de tus días, después del anuncio de tu libertad. Dolerá la vida a pesar del embrujo de San Juan.
Nombres bonitos buscaré para ti. Ignoraré los defectos que chorrearan de tu carácter. Renunciaré a mil cosas. Sentiré en mi carne el pellizco de tu piel dolorida. Lucharé como un dragón de cinco cabezas, sabiendo que un día, ya no estaré.
Evocaré, con los años, sonrisas de otros momentos.
Saturaré de amor a partir de hoy mi corazón y el tuyo.
Noche de San Juan, noche de fuego y luna, adverbio de un lugar que has ocupado en mi cuerpo. Oscuras llamas y brillantes, sencillos fragmentos de un espacio olvidado.
Orgullo de madre enamorada. ¡Adelante! Empuja con ganas, que la vida lo exige. Enséñame tus deditos de indefenso ser y recoge el secreto de tu noche de San Juan. Nada entre las olas del mar azul. Localiza el punto de ternura que te espera.”

A las doce en punto, Natalia acunó entre sus brazos al retoño que había parido: oro líquido, chorreante, entre sus manos. Y sollozos, acompañando al chasquido de la hoguera.
Al día siguiente, entre las brasas casi apagadas, sonrisas y lágrimas llenando el alma de una mujer nueva.


Queralt.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Encarnita.

"Encarnita"


La cara oscura, las manos negras, el pelo recortado y pringoso por el sudor del esfuerzo. Miguel salió de las profundidades de su monotonía con los ojos tristes. Al dejar descubierta su cabeza, el cerco del casco se quedó marcado sobre su frente de hombre endurecido por la propia vida. El aire fresco le devolvió la libertad.
Concluida su jornada laboral y con el sacrificio marcado en los huesos, iba de vuelta a casa con la cabeza baja y la mirada puesta en sus botas, pero satisfecho por haber vencido en su lucha diaria. Liberado del miedo a quedar sepultado volvía a casa con la bolsa sin comida y el corazón con amargura. La resignación tatuada en la piel y el consuelo de haber superado una vez más el peligro de perder la vida, no era suficiente para hacerle olvidar que al día siguiente, tendría que volver a respirar bajo metros y metros de tierra dura.
Al acabar el turno, los hombres se reunían en un pequeño local que hacía las veces de bar. Allí desfogaban sus temores camuflados entre bromas, chistes y carcajadas. Pocos eran los que querían comentar los incidentes de la jornada, porque pocos eran los que se sentían lejos del miedo.
Miguel se sentó entre dos compañeros frente a la barra. El taburete se movía con peligrosa amenaza.
- ¡Te vas a caer al suelo!- le dijo un hombre, con ademanes exageradamente alegres.
- No importa. Si me rompo un brazo, me darán de baja.
Gonzalo, amigo de Miguel desde la infancia, tenía también la cara sucia, pero a través de la mugre podía verse un gesto de preocupación.
- ¿Por qué no callarán de una vez?- se quejó.
- Bueno, yo me conformo si no chillan tanto- dijo Miguel y, mientras lo decía, se giró hacia su amigo al que en otras ocasiones, no le había molestado el jolgorio de los compañeros sino más bien, se había contagiado de él.
Lo miró con disimulo, aunque sabía que Gonzalo no se daría cuenta de la observación y vio sus manos grandes, con las uñas rotas y sucias. Contempló sus ojos verdes vacíos de ilusiones y de esperanzas. Tenían cuarenta y seis años, tres hijos cada uno, una casa a medio pagar y cuatro muebles heredados de viejos familiares. Gonzalo tenía además un coche nuevo y, ninguno de los dos, sabían de viajes y diversiones.
-¡Levanta el ánimo, caramba!- le dijo Miguel.
Gonzalo le contestó con pereza, arrastrando las palabras sobre su dolor, pero mucho tiempo después, cuando Miguel ya no esperaba respuesta.
- No puedo. No puedo quitármelo de la cabeza.
- ¿No pondrás la misma cara cuando estás en casa, verdad?- le preguntó Miguel preocupado.
- ¡Pues claro que no, hombre! Sólo me faltaba que se diera cuenta.
Se quedaron pensativos durante unos momentos y después, entre el barullo que llenaba el lugar se oyó la voz de Juan, que hasta aquél momento se había mantenido en silencio.
- Pues yo creo, que deberías decírselo.
- ¡No!- fue la respuesta, rotunda, de Gonzalo.
- No chilles- le dijo Miguel, apenas con un hilo de voz.
De nuevo se quedaron callados y envueltos en sus pensamientos, como los envolvía el calor del pequeño bar y los vasos de vino que tenían delante.
La noche todavía inundaba el día. Alguien miró el reloj que había junto a la puerta y avisó a la concurrencia de lo tarde que era. Pero los tres amigos siguieron inmóviles, intentando averiguar en que punto, los dibujos de los azulejos de la pared rompían su simetría. Con la mirada al frente cada uno de ellos simulaba estar como de costumbre, no dejando salir al exterior todo lo que les estaba moliendo por dentro.
Juan rompió de nuevo el silencio.
- No puedes pasar esto tú sólo. Por mucho que nosotros queramos ayudarte no es suficiente, Gonzalo.
- Juan tiene razón- dijo Miguel, aún con la mirada puesta al frente -. Además, Inés tiene derecho a saber de tu vida, ¿no?
El hombre, acorralado por sus amigos ante una actitud que no compartían, se levantó del taburete y se puso el tabardo. Unos minutos más tarde, los tres salían del bar.
Cuando Miguel llegó a casa le esperaba el desayuno sobre la mesa y sus hijos se preparaban para ir al colegio. Abrió la puerta del pasillo y oyó a su mujer dándoles prisa porque ya era muy tarde. Le hubiera gustado poder contarle lo mal que se encontraba. Quería explicarle el dolor que sentía. Necesitaba liberarse del secreto para no tener que ocultar sus lágrimas y gritar desde un cerro, hasta no sentir en el estómago el vacío que tenía. Pero no dijo nada y se metió en el cuarto de baño; abrió el grifo y empezó a desnudarse. Aurora, con el mismo cariño que repartía en todo momento y en cada lugar, abrió la puerta buscando los labios de su marido. Dos bocas se unieron conjugando dolor, amor y secreto. Pasada una hora, después de la ducha y el desayuno, Miguel se había acostado en su cama que olía a limpio y esperaba, notando la soledad, que su mujer volviera de acompañar a los niños a la parada del autobús.
“Esta vida dura y cruel no me da respiro entre una y otra cosa”, se dijo. “Las tres cuartas partes son penas y el resto, tristezas” Miguel trató de encontrar dias felices en su vida y sólo encontró tres: los dias en que nacieron sus hijos. “Tal vez sea por la suerte que, a veces, se separa de las personas cuando nacen”, pensó.
Era difícil a dormir de dia. Cuando Aurora abrió la puerta apenas hizo ruido. Cerró con el mismo cuidado y fue a ver a su marido. Lo miró y sus ojos se llenaron de ternura mientras dejaba caer su cuerpo sobre un sillón de color burdeos. Si Miguel tenía turno de noche ella no podía descansar pues lo añoraba mucho. Se acurrucó, buscando una postura cómoda y puso la cabeza sobre un primoroso cojín, hecho por ella misma. “No dormiré pero descansaré”, se dijo. Miguel, respiraba tranquilo. Todo quedó en silencio y el fantasma de los miedos parecía estar muy lejos de allí hasta que, un desgarro de hombre dolorido, rompió la plácida armonía.
- Aurora, Gonzalo se está muriendo- dijo el hombre que parecía dormido, deshaciendo con sus palabras recias, la ilusión de una normal apariencia.
Su mujer se sobresaltó, no entendiendo lo que oía.
- Pensaba que estabas dormido- le dijo.
- Ya no puedo ocultarlo más, Aurora- sollozó Miguel.
- ¿Qué has dicho de Gonzalo?, no he oído bien.
- Le quedan unos pocos meses de vida.
Todo lo que antes había parecido silencio, no era nada comparado con aquello que surgió de pronto. La ausencia de sonidos se había convertido en un muro consistente alrededor de ellos, de sus cuerpos, de su alcoba y de su casa entera, del edificio, de la calle y del pueblo. El mundo era todo él una burbuja silenciosa que no apaciguaba el sonido de las lágrimas al caer hacia dentro, chocando con los sentimientos. Más tarde, al conseguir que el llanto fluyera por sus cauces normales, poco a poco sus sentidos empezaron a notar de nuevo el cotidiano ajetreo de la calle y de sus gentes. Seres que, en ese momento, vivían ajenos a otras personas que se estaban muriendo, mientras no dejaban de aburrirse por el desencanto de sus propios lamentos.
Miguel empezó a contárselo todo con esfuerzo y con una congoja muy grande oprimiéndole la garganta. Le contó que Inés no sabía nada y que Gonzalo no se lo quería decir. Y así estuvo, hablando, hasta que su corazón se rindió y sus ojos se cerraron, llegando hasta él un reconfortante sosiego.
Cuatro horas más tarde el olor a comida que llenaba la alcoba hizo que Miguel se levantara de la cama a pesar de sentirse todavía, muy cansado. Las dos personas se miraron en silencio. No queriendo hablar de Gonzalo, ocuparon cada minuto con temas menores.
Cuando llegó la hora, Aurora preparó la bolsa de su marido con comida y ropa limpia y minutos después le dijo adiós. Esperó en la ventana para verlo marchar y no se movió hasta que Miguel desapareció a lo lejos, mezclándose con el resto de hombres que llevaban la misma dirección que él.
Miguel bajó con sus compañeros hasta las entrañas de la tierra. Una jornada más junto a sus amigos, vecinos, conocidos, pensando en Gonzalo. Quería protegerlo de cualquier peligro y le gastaba bromas para animar su tristeza. Las horas pasaban cuando, de repente, una estruendosa bocina, una sirena advirtiendo a muerte y cúmulo de mil sirenas de fábricas, bomberos, ambulancias y policías, removió el suelo de todos los hogares como si de un terremoto se tratara. Y en realidad el movimiento se había producido muy cerca de Gonzalo y Miguel. Sólo un pequeño error lo había provocado, muy pequeño, pero suficiente para que toneladas de mundo comenzaran a ceder. Gonzalo fue despedido con violencia por el empujón instintivo de Miguel y, al caer dos o tres metros más allá, se golpeó la cabeza con una piedra perdiendo el conocimiento. Mientras, la oscuridad seguía cayendo sobre su amigo, tapando sus brazos, su espalda, su cabeza. Implacable como un reloj de arena, el mundo iba ocultando hasta el último de sus cabellos negros.
Voces, gritos, lamentos, balbuceos, llantos desesperados. En la mina “Encarnita”, con sus galerías y su carbón, con su olor a pólvora, con su sabor a gas. Su interior una vez más rompía diamantes. Arriba, la oración por el marido, por el hermano, por el padre, por el hijo. Esperando no tener número en semejante lotería.
Aurora miraba sin ver nada. De la boca de la mina empezaron a salir conocidos que, al pasar junto a ella, se tapaban la cara sucia con sus sucias manos. Lo hacían para no dejar al aire sus lágrimas y ella lo supo. Comprendió que lo había perdido. A su compañero de viaje, al padre de sus hijos. De sus manos cayó un suspiro y la tierra lo recogió. Aurora deseó que lo llevara junto a él, junto a su hombre. Le suplicó, a la tierra, después de haberle quitado la vida, una muestra de compasión tardía haciéndole llegar a Miguel, el suspiro de dolor que se le había caído.
Al fin salió Gonzalo. Limpiándose los ojos con el brazo se acercó a su amiga, se abrazaron y lloró con ella sin poder componer una palabra sobre su hombro, sin saber explicar lo que sentía: Miguel le había salvado la vida. Se lo dijeron los compañeros mientras le ayudaban a recuperar el sentido. La explosión no había sido muy grande, sin embargo, fue suficiente para romperle la vida a un hombre. Y él debió ser ese hombre, pero el destino se olvidó de que Gonzalo tenía un amigo de su misma edad, con hijos como él, con una mujer esperando angustiada igual que la suya propia y, como él, con una casa que ahora, se quedaría vacía de su presencia.
Aurora no dijo nada. Se fue despacio en busca de sus hijos, pensando en la mejor forma de decirles que habían perdido a su padre. Mientras, allá abajo, el esfuerzo de otros hombres vivos y amargados hacían lo posible por sacar el cuerpo de Miguel lo antes posible de aquel lugar, porque sabían el miedo que Miguel le tenía y sobre todo, para apartarlo definitivamente de la oscuridad.
Gonzalo buscó a su mujer y rápidamente encontró sus ojos enrojecidos por la emoción. Ella estaba contenta a pesar de todo, respiraba con alivio y le sonreía pues, su hombre, se había salvado. Inés, ajena al secreto de su marido corrió a su encuentro. Gonzalo la abrazó contra su pecho sabiendo el dolor que le iba a provocar con sus palabras. A lo lejos vio cómo unos compañeros ponían el cuerpo de Miguel sobre el suelo con mucho cuidado y volvió su cara negra de carbón hacia las lágrimas de su mujer, esperó unos segundos y le dijo:
- Fíjate bien, ése no es sólo un amigo muerto por el que lloraremos muchas veces recordando sus bromas; es el hombre que me ha regalado unos meses de vida.

Queralt.
(1.997)

sábado, 22 de noviembre de 2008

Zumo de poesía...


“ZUMO DE POESÍA”


Cuando dejes volar el alma en pos de una esperanza y confundas el sol en su brillo con los ojos de la ilusión, podrás decir que has entrado en otra dimensión.
Dimensión mágica en la que no escuece la herida por el golpe, sino por el roce leve de un anhelo a punto de hacerse llama.
Ese plano invisible, ese espacio ideal donde las palabras son gestos salidos del alma; lugar éste, que no se ve pero se toca con dedos de suaves suspiros, que florecen por segundos en la más romántica de las evocaciones.
Muy posible será, que puesto seas en esta condición, empujado por la propia vida a través de un apasionado amor. Y, notando la erupción en tu piel a causa de tan sublime emoción, necesites contar al mundo entero y a nadie en especial, todo lo que estás sintiendo.
Si además de sensible eres creativo y sobre todo atrevido, un día intentarás hacer poesía. Escribirás sobre ella, te identificarás con una técnica u otra, pero al final, harás poesía. Porque tus sentimientos se desbordan haciendo daño y necesitarás decir todo el tiempo, cómo son sus manos. ¿No hay acaso redondeces que nos enamoran y dedos rudos que nos turban? ¿No vemos todos los días en alguna piel el brillo del cobre y el mismísimo cielo, en los ojos de aquél?
“Ojos claros y piel morena…”
El delicioso sentimiento de amor por un ser especial con el complemento o no, de la pasión rota por la parte de los frenos, no se puede explicar; mas, para intentarlo, se inventó la poesía.
Buscamos formas y expresiones, queremos llegar a la idea genuina, a la definición que nadie ha conseguido; mas, no hay palabras bonitas por descubrir, hay corazones por abrir al sutil encanto de la soledad. Pero eso será mucho después, cuando la chispa de la mirada ya es recuerdo y dejamos al enamorado hasta el próximo encuentro.
No hay métrica que pueda calibrar aquello que sale del corazón porque, al intentar describirlo, descubrimos que no hay dos bocas iguales, ni todas las rodillas son idénticas y tampoco hay el mismo brillo en los cabellos de un color parecido…
Donde un día revienta el brote de un sueño de amor, ahí, nace la poesía. Y, hete aquí, que a mí me pone a volar el alma una barriguita abultada y a ti, unas piernas bien formadas. ¿Qué importa cómo llega la inspiración? Lo que vale es el sentimiento reflejado mejor o peor para tu gusto o el mío, en una dedicación de amor.
La poesía podría ser, como le oí decir a un sabio huertano allá por los días de mi infancia, el retrato surrealista de un momento idealizado. La exaltación involuntaria de una realidad poco objetiva, diría yo, si me atreviera. Mas, ya lo he dicho mal que le pese a mi alma pues, es tan bonito abandonarse al ensueño de ver unos ojos lindos donde hay estrabismo por el médico mal corregido…
Y olvidarse de todo para disfrutar del claro de luna aunque las nubes la oculten y contarlo con ardor dando libertad a la ilusión, mientras hacemos tímidos cálculos para el mañana, cuando encontremos a nuestro amor.
Observar la belleza de las margaritas bailando bajo el sol, junto a las encarnadas amapolas en un día ventoso del mes de marzo. Oír el silbido de la tempestad, siéndome amable y emotivo por recordarle a mi corazón, la melodía de tus labios cuando me dedicas una canción… Y atreverse a decir:
Tu boca me regala lo que quiero,
Y tus manos me acarician con dulzura.
Mas, la piel de mi cuerpo dice con esmero,
Todo lo que siente por tu gentil figura.
Poesía no eres tú, ni tú tampoco pues, cuando os quedáis solos dejáis fluir los pedos. Poesía tal vez sea, estar enamorado y explicarlo sin cesar con todo lujo de detalles. Y poesía es, quizás, descubrir con el alma el mensaje de un atardecer. Es posible que la poesía sea amar a la vida y querer verla bella, aunque sufras de amor porque no eres correspondido; o llorar con palabras el dolor de una muerte más o menos anunciada.
Cuando subo a la montaña, a la mía, allí donde me recupero de la propia vida; en el punto más alto donde se unen los suspiros de las personas y las nubes de los sueños, creo ver la poesía, tocarla y entenderla. Porque, al otear, sentada a los pies del cielo, adivino la delicadeza de los sentimientos en los corazones, las caricias de las personas que aman a su prójimo, las palabras que se envuelven en el aire hasta llegar junto a todo aquél que quiere escuchar.
¿Poesía es olvidar el pudor y el miedo para decirle al mundo que no cabe en tu corazón todo lo que llevas dentro?
Hazme un favor: si lo sabes, dímelo…


Queralt.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Huelga de Musas...


He encontrado este relato que escribí hace cien años y, después de tanto tiempo, he descubierto que me gusta más que cuando salió del horno... espero que a vosotros os guste también pues, los que escribimos, en realidad lo hacemos con la ilusión del reconocimiento...
Escribir, es un acto de egoísmo en realidad... no es cierto aquello que dicen de: "Escribo para mí mismo" No es verdad. No me lo creo.
Yo escribo por necesidad, porque las vísceras me empujan... y para que me leáis...

Euterpe: Musa de la Música http://es.wikipedia.org/wiki/Euterpe
Calíope: Musa de la Poesía y de la Elocuencia http://es.wikipedia.org/wiki/Cal%C3%ADope

"HELGA DE MUSAS "


Delante de la pantalla en blanco con los ojos expectantes y los dedos puestos sobre el teclado, en espera de la primera frase que rompiera el brote germinado de la inspiración, así estaba yo, con la esperanza puesta en un relato que no quería salir de su escondite. Me preguntaba si conseguiría dejarlo nadar en el estanque de mis inquietudes, permitiéndole salir a flote para salvarse de entre todo lo que aun no existe.

La vida borbotea en la sangre y lo que quiero contar navega, rojo de pasión, entre plaquetas y hematíes. Sin embargo, la pantalla esta en blanco.

El artículo casi siempre es necesario para iniciar una historia de modo que, lo escribo, para borrarlo una y otra vez: ahora femenino y singular, ahora masculino plural. Tendré que encontrar otra forma de empezar el relato. Pero, ¿qué quiero contar en realidad?

La música que suena me envuelve en un ambiente agradable, íntimo, muy personal. La lluvia mancha suavemente los cristales que he limpiado esta mañana y los obreros, que están arreglando la calle, siguen haciendo ruido; me distraen de la intención muy seria de escribir una historia. Y la pantalla, sigue en blanco.

Enciendo un cigarrillo aunque sé que debería dejar de fumar. Me asomo a la ventana y dirijo la mirada hacia el colegio de enfrente: los paraguas y las madres se amontonan en la puerta, en la acera y van frenando el impulso natural de los hijos por salir corriendo a pisar los charcos. Siempre llueve cuando los niños salen de la escuela.

El vaho no me deja seguir observando el movimiento de la gente en la calle y la ceniza cae al suelo así que, aparto la nariz del frío cristal y voy a por una toallita húmeda para recogerla y de paso quitar una mancha que acabo de descubrir.

Cuando las historias se niegan a dejarse contar es difícil seducirlas. Mi técnica es aceptable, el interés no me falta y el esfuerzo sigue presente, pero aquella que está detrás de una de las esquinas de mi mente, no se deja convencer. Y la pantalla continúa en blanco.

Dicen que con trabajo, disciplina y persistencia se escriben buenos libros. Yo lo intento. Procuro, al menos, escribir un puñado de palabras que me digan algo, pero esta tarde mi entorno, aunque cómodo y amable, no me ayuda a secuestrar las letras que necesito. Si las musas existen, hoy deben estar en huelga.

La tarde está empezando a ser noche y el agua que cae del cielo ya no es mansa. Las gotas golpean la parte baja de la ventana y han sustituido a los obreros en el trabajo de hacer ruido, confabulándose con el mundo, para distraerme sin remisión.

Bailo con las manos ya que sus dedos no quieren escribir. Sigo el ritmo de la música como si fuera un director de orquesta y ondulo las muñecas y giro los codos despacio, buscando el equilibrio entre lo que oigo y lo que siento. Al canturrear con pudor las notas que salen del altavoz soy consciente de que, lo que quiero, lo que necesito, es escribir un relato. Pero, después de haber borrado unos cuantos artículos más, la pantalla sigue en blanco.

En la escalera se oyen voces y Kay se pone delante de la puerta con las orejas en punta para ladrar pidiendo orden y silencio. Sin embargo, los nietos de la vecina siguen chillando y dando golpes a la barandilla. Si fueran mis hijos les habría dado una colleja, o mejor dicho, nadie a mi cuidado hubiese tenido ese comportamiento.

Cuando me doy cuenta de que ya tengo otro cigarro a punto de encender lo dejo en la mesa, lo miro atentamente y me pregunto una vez más, por qué no me olvido de fumar. Intentando borrar de mi deseo el pequeño cilindro al que soy adicta, recorro la casa bajando persianas para aislarme del mundo y del frío que la gente lleva bajo la lluvia.

Un saxo sibilino me dice algo a través de la melodía que está sonando y vuelvo al teclado. Fijo toda la intención en el reclamo pero no consigo traducir el lenguaje. Estoy sola, quiero escribir un relato y este es el mejor momento, sin duda, de modo que presto mucha atención a todo aquello que pretende llegar a su destino, pues empiezo a entenderlo. “Comenzaré con un artículo al azar” me digo, “para seguir, según me vaya saliendo”.

Los sonidos empiezan a desaparecer de mi entorno y me molesta cualquier cosa que no sean las letras que escribo, las palabras, que por fin, quieren dejarse leer. Han pasado unas cuantas horas y se han cansado de jugar al escondite conmigo. Me alegro mucho del cambio que percibo y despliego toda la seducción de la que soy capaz. Empiezo a construir la primera frase: artículo, nombre, verbo, complemento directo y hasta indirecto si hace falta. La traducción de repente se hace simultánea y el mensaje da brazadas en mi tenebroso mar de dudas para emerger con ímpetu, salvándose a la realidad de lo que existe, y dejándose acariciar, seducido al fin, por mi tenacidad.

La pantalla ha dejado de estar en blanco para mostrar multitud de signos que, todos ellos muy unidos, conformarán el relato que necesitaba escribir y, cuando lo acabe, quizás, si las Musas me ponen a prueba y me lo quieren decir, podréis conocer el mensaje que quiere salir...

Gracias Euterpe por el saxo y también gracias a ti, Calíope, si me ayudas a contarlo.


Queralt.